
El fusilamiento de ocho estudiantes de Medicina, acusados sin pruebas de rayar el cristal del nicho de un periodista que era vocero del intransigente Cuerpo de Voluntarios, puso en evidencia el 27 de noviembre de 1871 la barbarie del colonialismo español en Cuba.
No hubo prueba alguna contra los supuestos profanadores, sólo la falsa acusación de un jardinero del Cementerio de Espada molesto porque uno de los estudiantes había cortado una rosa cuando paseaba por ese lugar durante un tiempo libre por la ausencia de uno de sus profesores.
Alumnos del primer curso de Medicina de la Universidad de La Habana esperaban la llegada de su profesor en el Anfiteatro Anatómico ubicado en lo que hoy es la calle San Lázaro entre Aramburu y Hospital, muy próximo al cementerio de Espada que en aquella época aún no se había clausurado.
Algunos estudiantes entraron en el cementerio y recorrieron sus patios, pues la entrada no estaba prohibida para nadie. Otros, al salir del anfiteatro, vieron el vehículo donde habían conducido cadáveres destinados a la sala de disección, montaron en él y dieron vueltas a la plaza delante del cementerio.
La situación para el régimen colonial español era crítica en el año 1871. A pesar de la ofensiva militar española contra las fuerzas mambisas, la Revolución avanzaba y ello fue uno de los motivos de la represión indiscriminada a la población civil. El cuerpo de voluntarios protagonizó la violencia contrarrevolucionaria en zonas urbanas, donde sembraron el terror.
Su condición de dueños casi absolutos de las ciudades, se demostraba en su impunidad en acontecimientos como el fusilamiento de ocho estudiantes de Medicina, expresión máxima de la feroz represalia que la metrópoli desataba contra los independentistas cubanos y la población civil, con los voluntarios de La Habana como principales promotores y la complicidad de las más altas autoridades colonialistas.
La actitud cobarde de un profesor del primer año de Medicina permitió el encarcelamiento de 45 de sus 46 alumnos de Anatomía Descriptiva, los cuales fueron conducidos a la cárcel el sábado 25 de noviembre, y al día siguiente procesados en juicio sumarísimo.
Por presión de los voluntarios españoles, amotinados frente al edificio de la cárcel donde se celebraba el juicio, el Consejo de Guerra condenó a la pena máxima al estudiante que había arrancado la flor, a los cuatro que habían jugado con el vehículo, y a otros tres escogidos al azar como escarmiento.
La sentencia se firmó poco después del mediodía del día 27 y esa misma tarde condujeron a los ocho estudiantes, con las manos esposadas y un crucifijo entre ellas, hasta la explanada de la Punta, para su ejecución.
Frente a los paños de pared formados por las ventanas del edificio usado como depósito del cuerpo de ingenieros, se colocaron a los infelices inocentes de dos en dos, de espaldas y de rodillas, y fueron fusilados a las 4:20 de la tarde por un piquete al mando de un capitán de voluntarios.
Anacleto Bermúdez y González de Piñera (20 años), Ángel Laborde y Perera (17 años), José de Marcos y Medina (20 años) y Juan Pascual Rodríguez y Pérez (21 años) eran los cuatro que utilizaron el vehículo. El joven de 16 años Alonso Álvarez de la Campa y Gamba, fue quien tomó una flor que estaba delante de las oficinas del cementerio.
Los otros tres escogidos al azar fueron Carlos Augusto de la Torre y Madrigal (20 años), Eladio González Toledo (20 años) y Carlos Verdugo y Martínez (17 años).
Ante este vil asesinato, el joven José Martí escribió un poema “A mis hermanos muertos”, que comenzaba así: “Cadáveres amados, los que un día/ ensueños fuisteis de la Patria mía” … y advierte más adelante “Lloré, lloré de espanto y amargura / cuando el amor o el entusiasmo llora, / se siente a Dios, y se idolatra, y se ora. / ¡Cuando se llora como yo, se jura!”